Así, me fui de pesca para sentirme libre.

Vista del Estrecho de Gibraltar desde el puerto de Ceuta

Cada día cebaba cuatro cordeles, los ataba a la roca y me sentaba en el sillón de piedra a leer, a escribir o simplemente a pensar; a veces ni aun eso. Si un pez mordía, un cascabel atado al cordel repiqueteaba desenfrenadamente. Era un día de calma absoluta. Las aguas del Estrecho estaban quietas como las de un estanque de jardín. Reflejaban el cielo azul y ellas mismas eran azules, con un color límpido y profundo, lleno de centelleos. Sobre este espejo las corrientes marcaban riachuelos lechosos. Eran los signos externos de las corrientes profundas producidas por los dos mares que se encuentran allí, y que se reúnen en un ancho río que penetra en el puerto de Ceuta por el oeste y se escapa hacia el este.

A veces este río y sus arroyitos cambian de dirección: el Mediterráneo se vacía en el Atlántico o éste trata de desbordar en aquél. Abandoné el libro y me sumergí en esta oleada de calma perfecta. Veía en la distancia la costa de España y la silueta de Gibraltar; y todo estaba lleno de luz y de paz, como si el cielo fuera una cúpula enorme de vidrio con un reflector en la cima, y el mundo exterior no existiera. Había llegado a un cruce de caminos con mi vida. Tenía veinticuatro años, no tenía bienes de fortuna, y seguía siendo aún el hijo de la señora Leonor, la lavandera, aunque mi madre hacía ya años que había dejado de romper el hielo del Manzanares con su pala de batir la ropa en las madrugadas de invierno o de tostarse al sol de mediodía en julio. En menos de un año terminaría el tiempo de mi servicio militar. Tenía que hacer un plan para el futuro.

Barea, A. (1951) La ruta (La Forja de un rebelde II)..

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