El calor lo oprimía, lo obligaba a seguir esperando con indolente resignación.

Ibn Ammar estaba sentado en su puesto al pie de la pared sur de la mezquita principal, no lejos del estrecho puente de arco que unía el al–Qasr con la mezquita, entre los otros escritores que esperaban allí a los clientes. Estaba sobre una estera de juncos extendida en el suelo, tras un pequeño pupitre en el que descansaban sus utensilios de escritura. Era ya tarde, y en la calleja tendida entre las altas murallas del al–Qasr y la mezquita parecía haberse estancado el calor del día, un calor polvoriento y seco, tiránico, que se posaba sobre toda criatura viviente, paralizándola. Ibn Ammar llevaba allí todo el día, y no se marchaba a pesar de que a lo largo de la jornada sólo había tenido dos clientes, que, además, habían sido unos campesinos pobres que le habían pagado con fruta. No había conseguido reunir las fuerzas suficientes para levantarse; el calor lo oprimía, lo obligaba a seguir esperando con indolente resignación.

Baer, F. (1988) El Puente de Alcántara. Barcelona: Edhasa, 2010.

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